El Sótano del Remordimiento

En el oscuro y frío sótano de una casa abandonada en las afueras de una ciudad, tres personas se encontraban atrapadas en habitáculos separados. El lugar olía a humedad y moho, y las paredes estaban cubiertas de una capa de suciedad que parecía haber estado acumulándose durante años. La única luz provenía de una bombilla parpadeante colgada del techo, que apenas lograba romper la espesa oscuridad.

María, una joven de veinticinco años con cabello oscuro y ojos llenos de miedo, estaba encogida en una esquina de su pequeño habitáculo. Al otro lado de la pared, podía escuchar los sollozos de una mujer mayor, probablemente en sus cuarentas, llamada Julia. Entre susurros a través de una pequeña rendija en la pared, habían intercambiado sus nombres y fragmentos de sus historias. Ambas trataban de mantenerse calmadas y de encontrar alguna manera de salir de esa pesadilla.

“Julia, ¿me oyes?” susurró María con la voz temblorosa. “¿Has oído algo del hombre que está al otro lado?”

Julia se acercó a la rendija y respondió: “No mucho, María. Solo sé que su nombre es Andrés. Lo escuché gritar pidiendo ayuda antes, pero ahora está en silencio. Me preocupa que algo le haya pasado.”

En el tercer habitáculo, Andrés, un hombre de unos treinta años, se encontraba sentado contra la pared, con la cabeza entre las manos.  Sin embargo, al escuchar a las mujeres hablar, se acercó a la rendija y trató de tranquilizarlas.

“Estoy aquí, no os preocupéis,” dijo Andrés con voz débil pero firme. “Debemos mantener la calma y pensar en una manera de salir de aquí. Tal vez haya algo que podamos usar en nuestras celdas para forzar las cerraduras.”

El tiempo pasaba lentamente. Cada minuto en ese sótano parecía una eternidad. María buscó a su alrededor algo que pudiera ser útil. Encontró un trozo de metal oxidado en una esquina y comenzó a raspar la cerradura de su puerta, aunque no tenía muchas esperanzas de que funcionara.

“Julia, Andrés,” susurró María, “he encontrado un trozo de metal. Voy a intentar abrir mi puerta. Tal vez si logramos salir uno de nosotros, podamos liberar a los demás.”

Julia y Andrés escucharon atentamente, sus corazones latiendo con fuerza. Cada raspadura del metal contra la cerradura era un sonido esperanzador en medio de la desesperación. Pero antes de que María pudiera hacer algún progreso significativo, se escucharon pasos en las escaleras. Alguien estaba bajando.

El asesino, un hombre alto con una máscara que ocultaba su rostro, apareció en la entrada del sótano. Sus ojos oscuros y fríos los observaban sin decir una palabra. La presencia del hombre llenó el lugar de una atmósfera aún más aterradora. María escondió rápidamente el trozo de metal, temiendo que el hombre se diera cuenta de sus intentos de escape.

El hombre caminó lentamente por el sótano, observando cada habitáculo. Finalmente, se detuvo frente a la celda de María y habló con una voz profunda y sin emoción.

“No intentéis escapar,” dijo. “No hay salida.”

Luego se volvió y subió las escaleras, dejando a los tres secuestrados en un silencio sepulcral.

Después de lo que pareció una eternidad, Julia rompió el silencio. “No podemos rendirnos,” susurró. “Debemos seguir intentando. Debe haber alguna manera de salir de aquí.”

“María, sigue intentando con ese trozo de metal,” dijo Andrés con determinación. “Mientras tanto, Julia y yo buscaremos algo en nuestras celdas que pueda ser útil.”

Los tres prisioneros comenzaron a trabajar en sus respectivas celdas, buscando desesperadamente cualquier cosa que pudiera ayudarles a escapar. La esperanza era lo único que mantenía viva su voluntad de luchar. Cada raspadura del metal, cada susurro de aliento mutuo, era un pequeño paso hacia la libertad en medio de la oscuridad y el frío del sótano.

Mientras el asesino observaba desde las sombras, seguro de su control. Los tres prisioneros estaban decididos a encontrar una manera de salir de esa pesadilla, sin importar cuán imposible pareciera.

María, Julia y Andrés continuaron trabajando en sus respectivas celdas, sus esfuerzos se volvieron inútiles a medida que el tiempo pasaba. El trozo de metal que María había encontrado no logró abrir la cerradura, y la desesperación comenzaba a asentarse en los corazones de los tres prisioneros. Sin otra opción, comenzaron a hablar para mantener la cordura.

Al principio, hablaron de cosas triviales: el clima, sus trabajos, sus gustos y disgustos. Poco a poco, la conversación se tornó más personal. María habló sobre su familia, una madre enferma a la que cuidaba; Julia contó historias sobre sus hijos pequeños, a quienes no había visto en semanas. Andrés, sin embargo, se mantenía más reservado, escuchando más de lo que hablaba.

“¿Hay algo de lo que os arrepintáis en esta vida?” preguntó Andrés en un momento de silencio, su voz resonando en el oscuro sótano. “Parece que vamos a morir aquí, así que no hay razón para guardarse nada.”

Al principio, María y Julia esquivaron la pregunta, pero la gravedad de su situación y el miedo de no salir nunca de allí las llevó a abrirse finalmente. María respiró hondo y comenzó a hablar.

“Hace dos años, Julia y yo hicimos algo terrible,” confesó María, su voz temblando. “Estafamos a una mujer embarazada. Le robamos todo, incluso su casa.”

“Se sentía humillada,” continuó Julia, su voz llena de remordimiento. “Terminó suicidándose. Murió junto con su bebé. No hemos dejado de pensar en eso desde entonces.”

El silencio que siguió a la confesión fue ensordecedor. Andrés no dijo nada al principio, pero María y Julia comenzaron a sentir que algo no estaba bien. A través de la rendija en la pared, oyeron como la puerta de la celda de Andrés se abría y luego el susurro de su voz.

De repente, la puerta de la celda de Julia se abrió y una figura enmascarada apareció, llevándola a la fuerza a la celda de María. Las dos mujeres, sucias y llorando, se abrazaron en el suelo del sótano, temblando de miedo y confusión.

Entonces, la figura enmascarada se quitó la máscara, revelando el rostro de Andrés. Las mujeres lo miraron con estupor mientras él hablaba con una voz cargada de dolor y rabia.

“Soy el esposo de la mujer a la que estafaron,” dijo Andrés, su voz resonando en la oscura habitación. “El padre del niño que nunca llegó a nacer. La perdí a ella y a mi hijo por vuestra culpa.”

María y Julia quedaron paralizadas, sus ojos llenos de horror y arrepentimiento mientras Andrés continuaba.

“Lo mal que lo he pasado, el vacío que he sentido… vosotras vais a sentir lo mismo. Os quedaréis en este sótano para siempre,” dijo Andrés con frialdad. “Tienen comida y agua para una semana. Después, nada.”

Con esas palabras, Andrés cerró la puerta del sótano, dejando a María y Julia en la oscuridad y el silencio. Los sollozos de las mujeres eran el único sonido que rompía la quietud del lugar. Mientras Andrés y el verdadero secuestrador, el misterioso hombre enmascarado que había trabajado con él, subían las escaleras, el eco de la puerta cerrándose firmemente resonó en el sótano, sellando el destino de las mujeres.

La historia termina con María y Julia abrazadas en el frío y sucio suelo del sótano, enfrentándose al abismo de desesperación y arrepentimiento, sabiendo que nunca saldrían de allí.

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