Lucía observaba el atardecer desde su pequeña ventana, una ventana que ahora se le antojaba como un portal a un pasado que jamás podría recuperar. Los tonos dorados y anaranjados del cielo parecían reflejar los momentos dorados de su vida, aquellos días en los que todo parecía posible y el futuro era una promesa llena de esperanzas y sueños compartidos.
Solía trabajar en una oficina con un equipo de personas que se habían convertido en algo más que simples compañeros de trabajo; eran amigos, una familia elegida. Juntos habían enfrentado desafíos, celebrado éxitos y consolado fracasos. Había risas, bromas internas y complicidad. Lucía recordaba las largas noches de trabajo, las charlas durante el almuerzo y las miradas cómplices que no necesitaban palabras para ser entendidas.
Sin embargo, todo cambió abruptamente un día. Un desacuerdo menor se transformó en una serie de malentendidos y tensiones. Lucía, en su afán de mantener el control y demostrar su capacidad de liderazgo, cometió errores. Su rigidez y falta de empatía en momentos críticos provocaron rupturas irreparables. Uno a uno, sus compañeros comenzaron a distanciarse, hasta que finalmente, ella misma decidió dejar la empresa, sintiéndose incapaz de reparar el daño causado.
Ahora, en la soledad de su apartamento, el silencio era un recordatorio constante de lo que había perdido. Cada rincón le susurraba los nombres de aquellos que alguna vez llenaron su vida de ruido y alegría. Cerraba los ojos y podía verlos: Raúl con su risa contagiosa, Marta con su sabiduría tranquila, Diego con su entusiasmo inagotable. Cada uno había dejado una huella imborrable en su corazón.
Lucía se preguntaba cómo habrían sido las cosas si hubiera actuado de manera diferente. Si hubiera sido más comprensiva, más paciente. Si hubiera escuchado más y hablado menos. Las noches estaban llenas de “ojalás”. Ojalá hubiera sido más humilde. Ojalá hubiera pedido perdón a tiempo. Ojalá pudiera volver atrás y hacer las cosas bien. Pero, sobre todo, ojalá pudiera retroceder y evitar ese último momento, ese punto de no retorno que había sellado su destino y el de sus compañeros.
La realidad se imponía con una dureza insoslayable: el tiempo no retrocede. Esa etapa de su vida había terminado, y por más que anhelara cambiar el pasado, sabía que no podría hacerlo. Cada uno de sus antiguos compañeros había seguido adelante, y ella tenía que hacer lo mismo. Sin embargo, el camino hacia el futuro le parecía ahora un sendero solitario y difícil de transitar.
Con un suspiro profundo, Lucía se levantó de la ventana y se dirigió a su escritorio. Allí, tomó un cuaderno y comenzó a escribir. Escribir sobre sus recuerdos, sobre sus arrepentimientos, sobre sus aprendizajes. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero quizá, solo quizá, podía construir un futuro mejor si aprendía de sus errores. Tal vez, en algún lugar, en algún momento, encontraría la forma de reconciliarse con su pasado y, sobre todo, consigo misma.
Mientras la noche caía y las estrellas empezaban a brillar, Lucía encontró una pequeña chispa de esperanza en su corazón. La etapa había terminado, sí, pero una nueva estaba por comenzar. Y esta vez, haría todo lo posible por ser mejor, por aprender y crecer. Porque aunque no pudiera cambiar lo que había sucedido, todavía podía decidir cómo afrontar lo que estaba por venir.