En el vasto lienzo de la naturaleza, un niño pasea descalzo, sintiendo la vibración de la tierra bajo sus pies. A su lado, un sapo croa suavemente, su canto un eco de tiempos antiguos, cuando el mundo estaba en equilibrio. El niño observa con ojos curiosos, preguntándose qué secretos guardan los bosques y ríos.
A medida que avanza, un zorro cruza su camino, sus movimientos gráciles como un susurro en la brisa. El zorro y el niño intercambian una mirada; en ese instante, hay una comprensión tácita de que ambos son parte de algo mucho más grande, un entramado de vida que se extiende más allá de lo visible.
Pero a medida que el niño se adentra más, empieza a notar señales de una intrusión perturbadora. Un ciervo, normalmente majestuoso, está ahora demacrado y buscando desesperadamente comida entre la basura dejada por visitantes descuidados. Las flores, que alguna vez colorearon el paisaje con tonos vibrantes, ahora están marchitas, sofocadas por la sombra de las fábricas y la contaminación.
El niño encuentra un pájaro herido, su ala atrapada en una red plástica. Con manos temblorosas, lo libera, pero no puede evitar sentir una profunda tristeza al ver cómo el pájaro lucha por volar de nuevo. Es en ese momento que el niño comprende: la naturaleza, tan generosa y vital, está siendo asfixiada por la mano insensible del hombre.
A medida que el sol se pone, el niño se sienta junto a un río, susurrando sus esperanzas al agua que corre. “¿Qué podemos hacer?”, pregunta en silencio. Un pez salta brevemente sobre la superficie, como si respondiera: “Cuidar, proteger, cambiar”. El niño entiende que la clave está en nuestras acciones diarias, en cada decisión que tomamos.
El niño del bosque nos recuerda que somos guardianes de este mundo, no sus dueños. La naturaleza nos ofrece su belleza y su vida, pero está en nuestras manos decidir si la nutrimos o la destruimos. La elección es nuestra, y el tiempo de actuar es ahora.