En un mundo asolado por el cambio climático, el fenómeno de El Niño se ha intensificado hasta convertirse en una tormenta perpetua que envuelve la Tierra. Los vientos furiosos y despiadados azotan la superficie con una fuerza inimaginable, dejando solo un lugar seguro: el ojo del huracán.
En este ojo, un remanso de calma errante, un grupo diverso de supervivientes se ha unido. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, todos comparten el mismo destino. Deben moverse con el ojo, anticipando su trayectoria errática para mantenerse a salvo en su núcleo tranquilo.
Cada día es una lucha por la supervivencia. Al encontrar ciudades desgarradas y pueblos devastados, buscan desesperadamente alimentos y recursos. Las estructuras alguna vez sólidas ahora son escombros dispersos por los vientos implacables que acechan justo más allá de la calma.
La vida en el ojo es una paradoja. Rodeados por la furia de la naturaleza, los supervivientes han encontrado una comunidad inesperada. Comparten historias, habilidades y esperanzas. Juntos, han aprendido a leer los signos del cielo, prediciendo los cambios en la tormenta para planificar su próximo movimiento.
Mientras viajan, se encuentran con otros grupos, intercambiando bienes y sabiduría. La solidaridad se ha convertido en su moneda más valiosa, y la confianza, en su bien más preciado. En un mundo donde el horizonte siempre está en movimiento, han descubierto que la verdadera estabilidad se encuentra en los lazos que los unen.
La tormenta, como un monstruo insaciable, devoraba la tierra, empujando a los supervivientes hacia el abismo. El ojo del huracán, su único santuario, se desplazaba inexorablemente hacia el océano, dejando tras de sí solo el vacío y la desolación. El grupo, unido por la adversidad, se encontraba al borde de un acantilado imponente, con el mar furioso golpeando las rocas abajo.
Los vientos, que antes susurraban promesas de muerte, ahora rugían con una ferocidad que desgarraba el alma. La pared del huracán se acercaba, y con ella, la certeza del fin. Los hombres, mujeres y niños, entrelazados en un abrazo colectivo, cerraban los ojos ante el destino que les esperaba.
Pero en ese momento de desesperación, cuando la esperanza parecía una burla cruel, una figura emergió de entre las rocas. Dos mujeres y un hombre, rostros cubiertos contra la furia de la tormenta, señalaban hacia una gruta oculta. Con gestos urgentes, instaron al grupo a seguirles.
La entrada a la gruta era estrecha, una herida en la tierra que parecía tragarse a los que osaban entrar. El grupo, guiado por sus misteriosos salvadores, se adentró en la oscuridad, arrastrándose por pasajes que parecían no tener fin.
Y entonces, cuando la última luz del día parecía extinguirse, la gruta se abrió a un espectáculo que desafiaba la imaginación. Ante ellos se extendía una ciudad subterránea, un santuario tallado en la roca misma. Las viviendas, iluminadas por una luz suave y cálida, prometían refugio y seguridad.
La gente de la ciudad subterránea los recibió con los brazos abiertos, compartiendo sus recursos y ofreciendo un hogar. En este mundo oculto, alejado de la furia de la tormenta, la vida continuaba con una tranquilidad que parecía un sueño lejano.
Los supervivientes, abrumados por la gratitud, se dieron cuenta de que la tormenta les había llevado no solo al borde del desastre, sino también a la puerta de un nuevo comienzo. En la profundidad de la tierra, habían encontrado una nueva esperanza, un nuevo hogar, y la promesa de un futuro que, contra todo pronóstico, aún podía florecer.