El invierno nuclear, una consecuencia del uso indiscriminado de bombas atómicas, sumió al planeta en una oscuridad perpetua. Las explosiones levantaron enormes nubes de ceniza y polvo que bloquearon la luz solar, provocando la muerte de los seres vivos que realizaban la fotosíntesis. Los productores, eslabón fundamental de la cadena alimentaria, se extinguieron, llevándose consigo a herbívoros, carnívoros y descomponedores. El aire se volvió irrespirable, y muchos animales murieron directamente por la falta de oxígeno.
Sin embargo, en medio de este apocalipsis, el pequeño país protegido por su cúpula orgánica prosperaba. Aprovechando los océanos congelados, vehículos de orugas recogían recursos y traían rocas para crear nuevas islas en el fondo marino. En estas islas, construyeron edificios para albergar a su creciente población. Mientras el mundo exterior se desmoronaba, la civilización de este país avanzó tecnológicamente, logrando alargar la vida humana hasta los 400 años.
La cúpula orgánica, una barrera impenetrable, protegía a sus habitantes. La energía se obtenía de turbinas hidráulicas aprovechando las olas y molinos de viento en la superficie congelada. La agricultura se realizaba en rascacielos con áreas de cultivo y granjas de distintos animales de consumo. La población creció de 10 a 25 millones de personas, y la sociedad se adaptó a su nuevo entorno. La esperanza de vida prolongada permitía a las personas contribuir al desarrollo continuo de su pequeño refugio en medio del caos global.
A medida que el mundo exterior se sumía en la oscuridad y la desolación, el país bajo la cúpula se convertía en un faro de esperanza y supervivencia. La tecnología, la cooperación y la determinación humana se unieron para enfrentar la adversidad. Aunque el resto del mundo quedó atrapado en un invierno nuclear, aquí, bajo la cúpula, la vida continuaba, desafiando las probabilidades y redefiniendo la historia de la humanidad.